sábado, 17 de octubre de 2015

Pensamiento sobre la unidad de la Iglesia


Distintos son los sonidos que produce el viento al pasar por las variaciones de la vegetación. El sonido producido en una casuarina, en un pino, en un bosque de eucaliptos de hoja redonda, en un bosque de alisos, entre arbustos duros de una zona desértica. Todos son sonidos diferentes producidos por el mismo viento, por la misma brisa. Pero eso si, cada zona debido a esto tiene su sonido característico, de acuerdo a la hora que sea, de acuerdo a la estación, inclusive de acuerdo a la misma vegetación de la región: si esta vegetación cambia, el sonido cambia, si el sonido cambia se ha producido algún cambio en la zona.

“El viento sopla donde quiere y escuchas su voz pero no sabes de adónde viene ni adónde    va. Así es todo el que nace del Espíritu” [1]

Por medio de la imagen del viento que produce sonidos en la vegetación desearía tratar de ver a la Iglesia de los primeros siglos, esa Iglesia a la que han formado y configurado las distintas comunidades, los distintos Padres, que, desde los Apostólicos,  desde esos primeros pasos en el ahondamiento de la fe a través de los primeros desarrollos teológicos fueron conformando al Cuerpo de Cristo.
Digo tratar de hacerlo a través de esta imagen porque cualquiera que lea algo de historia quedará un tanto asombrado al ver la diversidad de proposiciones, de situaciones a las que la palabra Iglesia, a través de los Padres, hace referencia. Pero volvamos a la imagen, cada comunidad tiene sus distintas particularidades, sus distintas experiencias, como en cada árbol de diferente especie, como en cada bosque que tiene su sonido propio; el viento, la brisa, es el mismo, como único el Soplo que impulsa a la Iglesia: el Espíritu Santo. “Así es todo el que nace del Espíritu” y la Iglesia es nacida del Espíritu, vive del Espíritu, es conducida por el Espíritu de Dios.
Numerosos textos de los Padres evocan esta realidad. Citemos algunos para poder beber de las pequeñas fuentes, los Padres,  que remiten a la única fuente de la que mana el agua viva que salta hasta la vida eterna:

“Allí donde está la Iglesia, allí también está el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda su gracia”[2]
“El Espíritu de Dios ha santificado, y santificando ha perfeccionado, iluminado, fortalecido, vivificado, porque Él es todo en todos y en cada uno;  todos comulgan en su plenitud y todos son colmados de su bondad, sin que de su parte se produzca la más pequeña división”[3]
“Así como un solo espíritu abraza el conjunto y abraza los diversos miembros, así también aquí: porque el Espíritu se da para poder unir a los que la diversidad de patrias y de culturas separa”[4]
“Lo que nuestro espíritu, es decir nuestra alma, es con respecto a nuestro cuerpo, eso mismo es el Espíritu Santo con respecto a los miembros de Cristo que es la Iglesia”[5]

Esta conceptualización denota una experiencia, experiencia que no sucedió de la noche a la mañana, sino que fue lentamente madurando distintos sonidos, distintas voces de ese único Espíritu, que, a lo largo de uno de los aspectos más esenciales del hombre, la historia o su condición histórica, ha sido y es el Compositor de esta sinfonía que se entona para la alabanza de Dios Padre.
Los sonidos o voces de la vegetación es la voz del Espíritu, que se expresa en las comunidades, en esas primeras iglesias locales, en los Padres. Dado este modo de “encarnación” que ha generado la Iglesia, a estas primeras iglesias, nos podemos preguntar qué relación han tenido en su contexto socio-cultural, si han podido responder a las necesidades, exigencias, cuestionamiento que el medio externo les proponía. Basta con recorrer sus escritos para obtener una respuesta afirmativa a estas preguntas. Distintos grupos judeo-cristianos, helenistas, distintas sectas gnósticas; de todo esto se ha compuesto el medio en el cual le tocó vivir a la Iglesia y al cual dio respuesta en su primer tiempo.

P. Marcelo Maciel, osb.



[1] Jn. 3,8
[2] San Ireneo de Lyon, Ad. Her. III, 24,1
[3] Dídimo de Alejandría; Trin. II,1
[4] San Juan Crisóstomo; In Eph. Hom. 9,3
[5] San Agustín, Sermo 268,2

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