viernes, 20 de noviembre de 2015

San Anselmo de Canterbury, Meditatio III, De redemptionis Humanae (Tercera y última parte)




Texto: 3. Jesucristo ha sufrido porque ha querido
(VII) Repitamos que la naturaleza humana en este hombre ha sufrido, no por una necesidad cualquiera, sino por su sola y libre voluntad. No ha sucumbido a la violencia, sino espontáneamente, por bondad, por el honor de Dios y la utilidad de los otros hombres. Jesucristo ha soportado dignamente, por compasión, la malicia de los hombres; ninguna clase de obediencia le obligaba, pero su sabiduría omnipotente así le dispuso. No fue el Padre quien prescribió por la fuerza a este hombre que muriese, sino que él libremente hizo lo que en su pensamiento debía agradar a su Padre y aprovechar a los hombres. En efecto, el Padre no podía obligarle a pagar una deuda que no debía; pero, por otra parte, el Padre no podía menos de aceptar un honor tan grande, que espontáneamente, por su buena voluntad, le ofrecía, el Hijo. En esta forma el Hijo manifestó al Padre una obediencia libre, cuando quiso realizar espontáneamente lo que sabía que agradaría a su Padre. Pero como es el Padre quien le da esta buena voluntad, dejándole libre, ¿no se puede decir con razón que el Hijo la ha aceptado como si fuese una orden del Padre? Y así fue obediente para con su Padre hasta la muerte. Y según el mandato que su Padre le dio, así hizo. Y el cáliz que el Padre le dio, lo bebió. De igual modo, la perfecta y libre obediencia para, la naturaleza humana consiste en someter con plena conformidad su voluntad libre a la voluntad de Dios y en poner en acción esta buena voluntad recibida de Él, continuando sus obras hasta el fin, en una libertad intacta. Así rescató este hombre a todos los hombres cuando hizo considerar como una deuda pagada por éstos la obra que ha ofrecido a Dios libremente para satisfacerle. Con este precio, no solamente el hombre queda exonerado de sus faltas la primera vez, sino que también es acogido por Dios cada vez que vuelve a El por un digno arrepentimiento, aunque este arrepentimiento no es prometido al pecador. Nuestra deuda ha sido, por tanto, pagada por la cruz; por la cruz nuestra, Jesucristo nos ha rescatado. Los que quieren recurrir a esta gracia con disposiciones convenientes, se salvan; pero los que la desdeñan y no pagan la deuda que han contraído, se condenan en toda justicia.
He ahí, pues, ¡oh alma cristiana!, la virtud que te ha salvado; he ahí la causa de tu libertad, he ahí el precio de tu rescate. Estabas cautiva, has sido rescatada; eras sierva, estás liberada. Desterrada, estas aquí de vuelta; perdida, has sido encontrada; muerta, has sido resucitada. ¡Oh hombre, que tu corazón medite, saboree y rumie estas cosas cuando tus labios reciban la carne y la sangre de tu Redentor! Es el mismo. Haz de suerte que este recuerdo sea en tu vida tu pan cotidiano, tu alimento, tu viático; porque por él, y nada más que por él, permanecerás en Cristo y Cristo en ti; y en la vida futura tu alegría será plena.


Comentario:
El objeto en la meditación es la libertad de Dios, a través de Cristo, para liberar al hombre. Libertad y bondad del Hijo (no necesidad, ni violencia, sino perfecta y libre obediencia), honor y misericordia del Padre (aceptación y da la buena voluntad), utilidad y libertad del hombre. Si la expiación tuvo lugar por justicia, para reparar la pena contraída, también ocurrió por misericordia. El Padre ofreció al Hijo por amor a los hombres y Cristo se sacrificó por amor al Padre con un amor que superaba con creces las exigencias de la justicia, revelando la profundidad del amor de Dios e incitando al hombre a corresponderle (profundizado en Sto. Tomás) El concilio de Trento la introduce en el lenguaje dogmático: "Las causas de esta justificación son (...) la meritoria, su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos enemigos, por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios Padre". En su absoluta libertad, Dios no tenía ninguna obligación de salvar al hombre. Igualmente, la obediencia del Hijo hasta la muerte fue una obediencia libre. El misterio trinitario es un misterio de amor espontáneo y gratuito, por el que el Padre permite, sin forzarla, la obediencia salvadora del Hijo. Padre e Hijo en un acto de amor aceptaron la muerte, aunque el Padre no desease el tormento de su Hijo."El Hijo libremente obedeció al Padre al querer libremente lo que él sabía que era su beneplácito". Dios ha querido asociar su propia libertad a una libertad humana, para manifestar y restaurar plenamente el honor debido a Dios y al hombre. La libre obediencia consiste en someter con plena conformidad la voluntad libre a la voluntad de Dios y en poner en acción esta buena voluntad recibida de Él, continuando sus obras hasta el fin, en una libertad intacta. En Cristo y su obra el honor del hombre coincide con el honor de Dios. Eucaristía –Memoria-Presencia. Dios no puede dejar sin recompensa el sacrificio de su Hijo, y como él no puede merecer nada para sí, no tiene deuda que pagar, traspasa a nosotros sus merecimientos.



Texto: 4. Acción de gracias al Redentor (Para el comentario personal)
(VIII) Pero, ¡oh Señor, que te has entregado a la muerte para que yo viva!, ¿cómo alegrarme de mi libertad, si no la he obtenido más que por tus propios lazos? ¿Cómo me felicitaré de mi salvación? Me ha venido por tus dolores. ¿Cómo complacerme en mi propia vida? Ha sido pagada por tu muerte. ¿Me voy a alegrar de lo que has sufrido, de la crueldad de esos hombres que te han hecho sufrir todo eso? Y, sin embargo, si no hubieran hecho todo eso, no hubieras sufrido, y si no hubieras sufrido, no tendríamos todos estos beneficios. Si lamento tus sufrimientos, ¿cómo haré? Ha brotado tanto bien, que no existiría sin ellos. Por lo demás, su malicia no ha podido hacer nada sin que tú mismo lo hayas permitido con pleno asentimiento; en fin, no has sufrido más que porque tu misericordia por nosotros así lo ha querido. Debo, por tanto, maldecir su crueldad, compadecer, imitándolos, tus dolores y tu muerte, pero también amar todo lo que has querido, agradeciendo tu piedad para con nosotros y saltando de júbilo, en toda seguridad, por todos los beneficios que he tenido.
Abandona, pues, ¡oh hombre de nada!, tu crueldad al juicio de Dios y ocúpate de lo que tú mismo debes a tu Salvador. Considera dónde estabas y lo que se hizo por ti, y piensa qué amor merece aquel que ha hecho por ti estas cosas. Mira tus necesidades, mira su bondad, mira qué acciones de gracias tienes que darle y todo lo que debes a su amor. Estabas en las tinieblas, deslizándote por la pendiente, en marcha hacia el abismo de donde no se sale más. Un peso inmenso como el plomo pendía de tu cuello y te arrastraba hacia los bajos fondos; una carga intolerable que pesaba sobre ti te oprimía; enemigos invisibles con todo su esfuerzo te empujaban al abismo. Y tú estabas sin ningún auxilio, y tú no lo sabías porque habías sido concebido y habías nacido así. ¿Qué era de ti entonces? ¿Dónde te llevaba todo eso? Acuérdate y tiembla; recuerda eso y gime.
(IX) ¡Oh buen Maestro Jesucristo!, yo estaba en esa situación y no pedía nada, ni siquiera pensaba en ello, y tu luz me ha iluminado y me has enseñado dónde me hallaba. Has arrojado de mí ese plomo que me arrastraba hacía abajo, apartado de mí esa carga que me aplastaba; has rechazado a los que me asaltaban; para mí bien, te opusiste a ellos. Me has llamado con un nombre nuevo que me has dado tomándolo del tuyo; me hallaba encorvado ante ti, y me has levantado diciendo: “Ten confianza; yo soy el que te he rescatado, he dado mi vida por ti. Si quieres unirte a mí, evitarás los males en que vivías y no caerás en el abismo a que corrías; y yo te conduciré al reino mío y te haré heredero de Dios, compartiendo contigo mi herencia”. Desde entonces me has tomado bajo tu protección, para que nadie perjudique a mi alma, a menos que ella quiera. Y he aquí que aun antes de que yo me haya unido a ti, tú me lo has aconsejado, no has permitido que caiga en el infierno; esperas aún que yo me una a ti, y ya guardas tu promesa.
Sí, Señor, yo era así, y has hecho eso por mí. Estaba en las tinieblas: no sabía nada, me ignoraba a mí mismo, me hallaba en la pendiente peligrosa, débil y muelle, deslizándome al pecado; bajaba hacia el abismo del infierno, porque por el hecho de nuestros padres primeros había caído de la justicia a la injusticia, por donde se va al infierno; había caído de la felicidad a la miseria del tiempo, por donde se cae a la miseria eterna. El peso del pecado original me arrastraba hacia los bajos fondos; la carga insoportable del juicio de Dios me oprimía, y mis enemigos los demonios, para hacerme más condenable aún por nuevos pecados, me perseguían con violencia cuanto podían. En este momento en que me hallaba destituido de todo auxilio, me has iluminado y me has mostrado cómo estaba. Porque por mí mismo yo no podía aún conocer esas cosas; sin que yo te lo pidiera, me has mostrado todo eso: los otros y lo que eran para mí y después a mí mismo. Has apartado de mí este plomo que me arrastraba, ese peso que me oprimía, a mis enemigos y sus ataques: este pecado en que yo había sido concebido y nacido y la condenación que le sigue; los has apartado de mí y has impedido a los espíritus malignos que hagan violencia a mi alma. Dándome tu propio nombre, me hiciste llamar cristiano; por ahí me declaro, y tú mismo me reconoces como uno de los rescatados; me has levantado, me has hecho subir hasta el conocimiento y el amor de ti mismo; me has dado confianza en la salvación de mi alma, por la cual diste la tuya, prometiéndome tu gloria si te seguía. Pero hasta este momento no te he seguido, como me aconsejaste; más aún, he cometido en gran número los pecados, que me habías prohibido, y todavía esperas que te siga y me das lo que me prometiste.

(X) Considera, ¡oh alma mía!, y mira todo lo que pasa dentro de mí y todo lo que mi ser debe a Jesucristo. Es evidente, Señor, que, puesto que me has hecho, me debo enteramente a tu amor; puesto que me has rescatado, me debo enteramente a ti; me has prometido tanto, que no solamente me debo enteramente a ti, sino que debo a tu amor más que a mí mismo, tanto más cuanto que tú eres mayor que yo, por quien te has dado y a quien aún te prometes. Yo te ruego, Señor, que me hagas gustar por el amor lo que gusto solamente por el conocimiento; que sienta por el corazón lo que no siento más que por la inteligencia; te debo más que a mí mismo, pero no tengo más, y por mí mismo no puedo darte lo que debo. Atráeme, Señor, a tu amor, pero enteramente. Puesto que soy tuyo por derecho de creación, haz que lo sea también por el amor.
Delante de ti, Señor, está mí corazón; quiere, pero por sí mismo no puede nada; haz tú lo que él no puede. Acógeme en la cámara cerrada de tu amor, te lo pido, llamo y golpeo. Tú que me lo haces pedir, haz que lo reciba. Tú quieres que busque: haz que encuentre. Tú que enseñas a llamar, abre al que golpea. ¿A quién das, si rehúsas al que te pide? ¿Quién puede encontrar, si el que busca queda frustrado? ¿A quién abres, si cierras cuando se llama? ¿Qué das al que no pide, sí rehúsas tu amor a quien lo solicita? Por ti sé desear, haz que lo obtenga. Estréchate a Él, alma mía, hasta la importunidad. ¡Oh tan buen Maestro!, no la rechaces; tiene hambre de tu amor; ella languidece, aliéntala; sáciala con tu ternura; que tu amor la fortifique, que tu amor la llene. Sí, que me llene y me posea enteramente, porque eres, con el Padre y el Espíritu Santo, el Dios único, bendito en todos los siglos de los siglos. Amén.


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