miércoles, 1 de marzo de 2017

MEDITANDO LA ORACIÓN DE SAN EFRÉN EL SIRIO PARA LA SANTA CUARESMA (PRIMERA PARTE)

En Oriente encontramos una bellísima oración penitencial escrita por el sirio san Efrén (306-373) para rezar y meditar en este santo tiempo de Cuaresma. Durante la semana, en la Liturgia de los Dones Presantificados, luego de la Pequeña Entrada y las lecturas, el sacerdote bizantino dice[1]:

“Señor y Maestro de vida, no me abandones al espíritu de pereza, de desánimo, de dominación y de vana charlatanería[2]. Antes bien, hazme la gracia, a mí tu siervo, del espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de caridad[3]. Sí, Señor-Rey, concédeme el ver mis faltas y no condenar a mi hermano. ¡Oh, Tú, que eres bendito por los siglos de los siglos. Amén”[4].

Para conocer en una primera lectura[5]:

¿Por qué esta oración breve y tan simple ocupa un lugar tan importante en la oración litúrgica de la Cuaresma? La razón es porque enumera de una manera muy afortunada todos los elementos negativos y positivos del arrepentimiento, y constituye de alguna manera, una ayuda-recordatorio para nuestro esfuerzo de Cuaresma. Este esfuerzo mira primeramente a liberarnos de algunas enfermedades que empapan nuestra vida y nos ponen prácticamente en la imposibilidad de comenzar a volvernos hacia Dios.
La enfermedad fundamental es la pereza (indolencia, espíritu de ocio). Es esa extraña apatía, esa pasividad de todo nuestro ser, que siempre nos inclina más bien hacia abajo que hacia arriba y que nos persuade constantemente de que ningún cambio es posible, ni deseable en consecuencia. Se trata en efecto de un cinismo profundamente arraigado que responde a toda invitación espiritual: “¿Y para qué?”, y convierte de esta manera nuestra vida en un desierto espiritual horrible. Esta pereza es la raíz de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma fuente.
La consecuencia de la pereza es el desánimo (pusilanimidad, desaliento). Este es el estado de acedía -o de asco- que todos los Padres espirituales contemplan como el peligro más grande para el alma. La acedía es la imposibilidad que tiene el hombre de reconocer algo como bueno o positivo: todo se reduce a lo negativo y al pesimismo. Se trata verdaderamente de un poder demoníaco dentro de nosotros, porque el diablo es fundamentalmente un mentiroso. Engaña al hombre sobre Dios y sobre el mundo; llena la vida de oscuridad y de negación. El desánimo es el suicidio del alma, porque cuando el hombre lo posee es absolutamente incapaz de ver la luz y de desearla.
La sed de dominación (lujuria del poder, ambición). Por extraño que parezca son precisamente la pereza y el desánimo los que llenan nuestra vida del deseo de dominar. Viciando completamente nuestra actitud frente a la vida, y volviéndola vacía y sin ningún sentido, nos obligan a buscar compensaciones en una actitud radicalmente falsa con los otros. Si mi vida no está orientada hacia Dios, no contempla los valores eternos, inevitablemente se volverá egoísta y concentrada sobre sí misma, lo que equivale a decir que todos los demás se convertirán en objetos al servicio de mi propia satisfacción. Si Dios no es el Señor y Maestro de mi vida, yo me convierto en mi propio señor y maestro, el centro absoluto de mi universo, y comienzo a evaluar todo en función de mis necesidades, de mis ideas, de mis deseos y de mis juicios. De esta manera el espíritu de dominio vicia desde su base mis relaciones con los otros; busco sometérmelos. Este deseo de dominar no se manifiesta necesariamente en la necesidad efectiva de mandar o de dominar a los otros. Puede volverse también en indiferencia, desprecio, falta de interés, de consideración y de respeto. Se trata de la pereza y del desánimo pero esta vez en su relación con los demás; lo que culmina el suicidio espiritual en un homicidio espiritual.
Y para terminar: la vana charlatanería (palabra inútil, locuacidad). De todos los seres creados, sólo el hombre ha sido dotado del don de la palabra. Todos los Padres han visto en ello el “sello” de la imagen divina en el hombre, porque Dios mismo se ha revelado como Verbo (Jn. 1, 1). Pero por el hecho de ser el don supremo, el don de la palabra es precisamente el mayor peligro. Por el hecho de ser la expresión misma del hombre, y el medio de realizarse él mismo por esta misma razón es el motivo de su caída y de su autodestrucción, de su traición y de su pecado. La palabra salva y la palabra destruye. La palabra inspira y la palabra envenena. La palabra es instrumento de verdad y la palabra es medio de mentira diabólica. Teniendo un excelente poder positivo, ella posee también un terrible poder negativo. Verdaderamente crea positivamente o negativamente. Desviada de su origen y de su fin divinos, la palabra se vuelve vana. Tiende una mano poderosa a la pereza, al desánimo, al espíritu de dominación y transforma la vida en un infierno. Llega a ser la potencia misma del pecado.
He aquí, pues, los cuatro puntos (objetos) negativos considerados por el arrepentimiento; estos son los obstáculos que hay que eliminar; pero sólo Dios puede hacerlo. De ahí la primera parte de la oración de Cuaresma: ese grito de fondo de nuestra impotencia humana. Después la oración pasa a los objetivos positivos del arrepentimiento que también son cuatro.



[1] A cada parte le sigue una postración-metanía (metanóia, designa justamente la penitencia-conversión).
[2] Señor y Soberano de mi vida! Toma de mí el espíritu de la pereza, pusilanimidad, la lujuria del poder, y palabrería./ Señor y dueño de mi vida, el espíritu de ocio, de indiscreción, de ambición y de locuacidad, no me lo des.
[3] Sin embargo, dar lugar al espíritu de la castidad, humildad, paciencia, y el amor a tu siervo./ Más el espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de amor, concédemelo a mí, tu siervo./ Dame la gracia, a mí tu servidor/tu sierva, del espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de caridad.
[4] Sí, Señor y Rey! Concédeme ver mis propios errores y no juzgar a mi hermano, porque Tú eres bendito por los siglos de los siglos. Amén. / Sí, Señor y Rey, concédeme percibir mis propias ofensas y no juzgar a mis hermanos, porque bendito eres por los siglos de los siglos. Amén.
[5] Alexandre Schmeman, La Gran Cuaresma, Framonpaz, 1986.

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