miércoles, 22 de marzo de 2017

MEDITANDO LA ORACIÓN DE SAN EFRÉN EL SIRIO PARA LA SANTA CUARESMA (ÚLTIMA PARTE)


"Concédeme a mí tu siervo, espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de amor"
En cada petición, nos reconocemos "siervos", criaturas creadas de nuevo por un Soplo que asciende de lo más profundo de nosotros mismos. La oración no es una simple meditación; es encuentro, entrada en relación, "conversación", decían los antiguos monjes. Porque Dios nos habla a través de la Escritura, de los seres y de las cosas, de las situaciones de nuestra existencia y a través de su presencia con palabras de silencio, llenas de dulzura, toques de fuego en el corazón (y no palabrería inventada, impúdica e ilusoria). Sólo una oración así puede romper el círculo mágico de la filautía, del narcisismo metafísico, del espíritu de "dominio" y de suficiencia. Las "virtudes" que enumera la oración y que coexisten para unirse, se enraízan así en la fe. En ésta perspectiva, la "virtud" no es simplemente moral, sino que participa de la humanidad de Cristo, humanidad deificada donde las virtualidades de lo humano están plenamente realizadas por la unión con los nombres que reflejan.
Castidad está lejos de designar sólo la continencia, como desearía una acepción moralizadora y encogida; más bien evoca integración e integridad. El hombre casto no vive dislocado, arrastrado como una paja por las olas de un eros impersonal. El monje para quien la castidad significa continencia (aunque no toda continencia sea casta), consume su eros en el ágape, en el encuentro del Dios Vivo, infinitamente personal, en la inagotable admiración -primero dolor luego asombro- hacia el Crucificado vencedor de la muerte. A partir de ese momento puede encontrarse con los demás con una atención desinteresada, anciano-niño, "bello anciano" atraído por la no-separación crística.
La castidad para el hombre y la mujer que se aman con un amor noble y fiel es en Cristo unido a su Iglesia, en Dios que se desposa con la humanidad y con la tierra, a la luz de la uni-diversidad trinitaria, la transformación, -agápica también- de eros en un encuentro, en expresión de ternura y en recíproco descubrimiento. El niño, pequeño huésped desconocido, o el huésped inesperado o demasiado conocido, surgen siempre a tiempo para impedir que la pasión se encierre en ella misma en una parodia de absoluto.
Casta es una palabra, un pensamiento, una expresión que atraviesa, con toda franqueza y realismo la pureza fundamental, el respeto de los cuerpos, la unión de la vida en un misterio que la pacifica y unifica. La Biblia vomita el éxtasis impersonal de la prostitución sagrada;  en el "Cantar de los cantares" pone el acento en un encuentro deseado, perdido, encontrado, porque Dios es el "siempre buscado" decía Gregorio de Nisa, a partir de una humilde fidelidad, ya que Dios es el siempre fiel.
La "humildad" inscribe la fe en la existencia cotidiana. No poseo nada que no me haya sido dado. Precario, con frecuencia a punto de romperse, el hilo de mi existencia sólo se aguanta y se consolida gracias a la extraña voluntad de Otro. La humildad "es un don del mismo Dios y un don que procede de Él", dice San Juan Clímaco, "porque se dijo: aprended, no de un ángel ni de un hombre, sino de mí -de mí permaneciendo en vosotros, de iluminación y de mi actuación en vosotros- que soy manso y humilde de corazón, de pensamiento y de espíritu y vuestras almas encontrarán la paz en sus combates y el descanso de su pensamientos". Humilde es el publicano de la parábola que no pretende la virtud, él, el "colaborador" despreciado, y sólo cuenta con la misericordia de Dios; mientras que el fariseo, demasiado perfecto, seguro de él mismo, orgulloso de su virtud, no tiene sitio para él y para Dios en el mundo: él lo ocupa todo. El hombre humilde, al contrario, hace sitio, se abre a la gratuidad de la salvación, la acoge agradecido revistiendo su corazón con un vestido de fiesta.
Humildad -humus: no destrucción, sino fecundidad. La humildad es activa, labra la tierra, la prepara para que produzca el ciento por uno cuando haya pasado el Sembrador.
La humildad es una virtud que se ve en los demás, pero que es imposible de descubrir en uno mismo. Quien diga: soy humilde, será un pobre vanidoso. Se llega a ser humilde sin pretenderlo, por medio de la obediencia, el desprendimiento, el respeto del misterio en su gratuidad, la apertura, en definitiva, a la gracia.  Sobre todo, por el "temor de Dios", que no es el terror del esclavo ante un amo que castiga, sino el miedo inesperado a perder la vida en la ilusión, en la potencia del yo, en la ampulosidad de la nada de las "pasiones". El "temor de Dios" nos hace humildes, nos libra del temor del mundo -soy libre porque ya no tengo nada, dice un personaje del Primer Círculo de Soljenitsyn-, se transforma poco a poco en ese temor maravillado que proporciona todo gran amor. La humildad se expresa en la capacidad de atención a los demás, a las vetas de madera, al escorpión que encontramos en el peldaño de la escalera, incluso a esa nube efímera en un instante tan bello. La humildad permite la atención, la capacidad de "ver los secretos de la Gloria de Dios ocultos en los seres".
La humildad es el fundamento y la cima de las virtudes, invisibles a nuestros ojos. Es una especie de sensibilidad de todo el ser hacia la resurrección.
Aunque nada podamos saber de la inasequible humildad, podemos aprender mucho de la paciencia ante las humillaciones. Lo que buscamos en la abstinencia, lo hallaremos en la paciencia ante las inevitables vicisitudes y tragedias de la existencia, como dicen los monjes a los que permanecen en el mundo. La paciencia es, en efecto, un monacato interiorizado. Por lo tanto lo contrario del abatimiento que con tanta frecuencia procede del deseo, en cierto modo adolescente, de tenerlo todo lo antes posible (la paciencia condujo a Teresa de Lisieux a transfigurar esa impaciencia en exigencia de santidad). La paciencia confía en el tiempo. No sólo en el tiempo ordinario en el que la muerte tiene la última palabra, en el tiempo que desgasta, separa y destruye, sino también en el tiempo mezclado de eternidad que nos ofrece la Resurrección. El tiempo que conduce a la muerte es el de la angustia; el tiempo que conduce a la resurrección de la esperanza. De este modo, la paciencia está atenta a las maduraciones a veces paradójicas como la del grano que muere para dar fruto abundante. Sabe, en efecto, que las experiencias de muerte pueden convertirse en etapas, casi rupturas de nivel iniciáticas, que nos lanzan al pie de la cruz vivificante y hacen rebrotar en nosotros el agua viva del bautismo. Cuando parece que Dios se retira, cuando la mirada del otro me petrifica o se petrifica en la muerte, cuando se vienen abajo las esperanzas personales y colectivas, la paciencia confía. Está próxima a la caridad de la cual San Pablo nos dice que "Todo, lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1Co 13,7).
Los padres evocaron con frecuencia la "paciencia de Job"; Dostoiesvky y Berdiaev, evocaron también la rebelión, no en el vacío sino en una especie de fe. Job rechaza las amables teodiceas de los teólogos de salón, pero sabe que Alguien le busca a través de la experiencia misma del mal.
El poeta tiene razón: "Cada átomo de silencio / es una oportunidad / de un fruto maduro".
Y todo culmina en el "amor" que es la síntesis de todas las "virtudes", cuya esencia es Cristo. Liberarse por medio de la paciencia y de la esperanza, de las "pasiones" impacientes y desesperadas, permite adquirir poco a poco la apatheia, que no es la impasibilidad estoica, sino la libertad interior y la participación del "amor loco" de Dios en sus criaturas.
Simeón el Nuevo Teólogo decía del hombre que se santifica que se convierte en "un pobre lleno de amor fraterno". Pobre, porque se desprende de sus papeles, de su importancia social (o eclesiástica), de sus personajes neuróticos, porque se abre simultáneamente a Dios y a los demás, sin separar oración y servicio. Entonces es cuando puede discernir la persona del prójimo, bajo las máscaras de fealdad y pecado, como lo hace Jesús en los evangelios, y así pacificar a quienes se odian y quisieran destruir el mundo.
La escena del juicio en el capítulo 25 de San Mateo, muestra que el ejercicio del amor activo -alimentar, acoger, vestir, albergar, curar, poner en libertad- no tiene necesidad alguna de hacer ondear la bandera de Dios, pues el hombre es para el hombre un sacramento de Cristo, "hombre-máximo". Un sacramento secreto y concreto.
Abba Antonio añade: "La vida y la muerte dependen de nuestro prójimo. En efecto, si nos ganamos a nuestro hermano, nos ganamos a Dios. Pero si escandalizamos a nuestro hermano, pecamos contra Cristo".
Isaac el Sirio decía: "Hermano, esto es lo que te mando: Que el peso de la compasión incline en ti la balanza hasta que experimentes en tu corazón la misma compasión que Dios siente por el mundo".

Señor Rey, concédeme poder ver mis pecados y no juzgar a mi hermano, porque tú eres bendito por los siglos de los siglos, Amén”
La última petición, denuncia y desenmascara una de las formas horribles del pecado, en el plano personal y en el colectivo: justificarse condenando, odiar, despreciar, descalificar con la buena conciencia del justo.
"Ver los propios pecados" obedece a la primera exhortación del Evangelio: "Arrepentíos porque ha llegado el Reino de Dios". Es cierto que con la aparición de la luz, las tinieblas se alejan de nosotros. El hombre que se descubre de esta manera, cuya inteligencia y corazón -identificados con la Biblia- se convierten , reconoce su error, la pérdida a la cual ha arrastrado a otros, la nada que le acecha,; incluso comienza a apoderarse de él, el abismo sobre el que ha lanzado unos tablones ridículos y rotos. Esta es la parte positiva del "recuerdo de la muerte" del que hablan los ascetas: poner al desnudo la angustia fundamental que rechazamos y que se manifiesta en el odio al hermano, en la frenética necesidad de juzgarle y en definitiva de condenarle. Pero si el "recuerdo de la muerte" se ve atravesado no ya por el ridículo sino por la fe, ésta descubre, de manera aún más profunda, a Cristo, el pecado, la muerte. No me siento juzgado, sino salvado, ya no juzgaré, sino que salvaré.
"Ver los propios pecados" no quiere decir contabilizar transgresiones sino sentirse asfixiado, ahogado, perdido y gesticular en vano por esa pérdida, traicionar al amor, burlándose de tanto como se desprecia. Es asfixiarse en las aguas de la muerte para que se conviertan en bautismales. Morir en Cristo para renacer con su aliento y hacer pie en la casa del Padre. "Vale más ver los propios pecados que resucitar a los muertos" dice un viejo adagio. Porque ver los propios pecados significa pasar por la más dura de las muertes, mientras que después del renacer "bautismal", la vida se multiplica sin que nos demos cuenta, porque nos convertimos en "pacificadores" de la existencia. Aunque sea preciso "verter la sangre del corazón", como decía el starets Silvano del Monte Athos, para zarandear ciertas negaciones, resquebrajar la piedra de algunos corazones y poder implorar la salvación universal.
Quien ve los propios pecados y no juzga a su hermano llega a ser capaz de amar de verdad. El hombre hecho a imagen de Dios, es secreto y amor, pero ese amor puede convertirse en odio. Respeto el secreto, no espero nada a cambio. Obtener el amor, es pura gracia.
Entonces hay que bendecir, intentando ser no un hombre de posesión -que posee y que es poseído-, sino alguien que hace el bien. Reciprocidad de la bendición es bendecir sin límites a Dios que nos bendice, bendecirlo todo en su luz, sin olvidar que la bendición, para que no se quede en "palabras vanas", ha de ir acompañada de buenas obras. Hay que hacer operante la bendición recibida en el fondo de uno mismo, someterse para siempre para que pueda crecer, para que se convierta en bendición.

La oración de San Efrén sugiere de manera clara lo que es la ascesis: ayunar, pero no tan sólo de alimento corporal, sino también de lo que embota el alma, para que no vivamos solamente de pan (de imágenes, de ruido, de excitaciones) sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Ayunar de las pasiones, del deseo de dominar y de condenar para alcanzar la libertad de la que nos habla San Juan Clímaco: "Sé rey en tu corazón, reina en las alturas de la humildad, diciendo a la risa: ven, y que venga; a las dulces lágrimas: venid y que vengan, y al cuerpo, servidor en lugar de tirano: haz esto, y que lo haga".

Olivier Clément, Unidos en la oración, Narcea, Madrid, 1995.

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