miércoles, 8 de marzo de 2017

MEDITANDO LA ORACIÓN DE SAN EFRÉN EL SIRIO PARA LA SANTA CUARESMA (SEGUNDA PARTE)


La castidad. Si no reducimos este término como muchas veces sucede equivocadamente a su acepción sexual, la castidad puede ser considerada como la contra-partida positiva de la pereza. La traducción exacta y completa del término griego “sofrosyni” y del ruso “tsélomondryié” debería ser “total integridad”. La pereza es ante todo dispersión, fraccionamiento de nuestra visión y de nuestra energía, incapacidad de ver el todo. Su contrario es, pues, precisamente la integridad. Si nosotros entendemos habitualmente por el término castidad la virtud opuesta a la depravación sexual, es que el carácter roto de nuestra existencia, no se manifiesta con mayor intensidad en ninguna otra parte como en el deseo sexual, esa disociación del cuerpo con la vida y el control del espíritu. Cristo restaura en nosotros la integridad y lo hace dándonos de nuevo la verdadera jerarquía de valores y llevándonos a Dios.
El primer fruto maravilloso de esta integridad o castidad es la humildad. Es por encima de todo la victoria de la verdad en nosotros, la eliminación de todas las mentiras en las que vivimos habitualmente. Sólo la humildad es capaz de verdad, capaz de ver y aceptar las cosas como son y de ver a Dios, su majestad, su bondad, y su amor en todo. Por ello se nos dice que Dios concede su gracia al humilde y resiste al soberbio.
La castidad y la humildad vienen seguidas de la paciencia. El hombre “natural” o “caído” es impaciente porque, estando ciego consigo mismo, está dispuesto a juzgar y a condenar a los demás. Teniendo una visión fragmentaria, incompleta y falsa de todas las cosas, lo juzga todo a partir de sus ideas y de sus gustos. Indiferente a todos, menos a él mismo, quiere que la vida de lo dé todo aquí mismo, ya.
La paciencia, por el contrario es una virtud verdaderamente divina. Dios es paciente no porque sea “indulgente” sino porque ve la profundidad de todo lo que existe, porque la realidad interna de las cosas que, en nuestra ceguera nosotros no vemos, está al descubierto delante de Él. Cuanto más nos acercamos a Dios, más pacientes nos hacemos y más reflejamos ese respeto infinito por todos los seres que es la cualidad propia de Dios.
Finalmente la corona y el fruto de todas las virtudes, de todo crecimiento y de todo esfuerzo, es la caridad, este amor que como ya hemos dicho no puede ser dado más que por Dios, el don que es el objetivo de todo esfuerzo espiritual, de toda preparación y de toda ascesis.
Todo esto se encuentra reunido en la petición que concluye la oración de Cuaresma y en la que pedimos: “ver mis propias faltas y no condenar a mi hermano”. Porque, finalmente, no hay más que un peligro: el del orgullo. Por tanto, no me basta ver mis propias faltas, porque incluso esta aparente virtud puede volverse orgullo. Los escritos espirituales están llenos de normas contra las formas sutiles de una pseudo-piedad, que en realidad, bajo cobertura de humildad y de autoacusación puede conducir a un orgullo verdaderamente diabólico: pero cuando nosotros “vemos nuestras propias faltas” y “no juzgamos a nuestros hermanos”, cuando en otros términos, castidad, humildad, paciencia y amor son una sola cosa en nosotros, entonces y solamente entonces, es destruido dentro de nosotros nuestro último enemigo, el orgullo.

Después de cada petición de la oración nos postramos. Este gesto no está reservado a la oración de San Efrén, mas constituye una de las características de toda oración litúrgica cuaresmal. Sin embargo, en esta oración su significado se entiende mejor. En la larga y difícil recuperación espiritual, la Iglesia no separa el alma del cuerpo. El hombre todo él se ha apartado de Dios en su caída; el hombre entero deberá ser restaurado; es todo el hombre quien debe volver a Dios. La catástrofe del pecado reside precisamente en la victoria de la carne –lo animal, lo irracional, la pasión en nosotros- sobre lo espiritual y lo divino. Pero el cuerpo es glorioso, el cuerpo es santo, tan santo que Dios mismo “se ha hecho carne”. La salvación y el arrepentimiento no son pues desprecio o negligencia del cuerpo, sino restauración de éste en su verdadera función como expresión de la vida del espíritu, como templo del alma humana que no tiene precio. El ascetismo cristiano es una lucha no contra el cuerpo sino en su favor. Por esta razón, todo el hombre –cuerpo y alma- se arrepiente. El cuerpo participa de la oración del alma, lo mismo que el alma reza por el cuerpo. Las postraciones, signos psicosomáticos del arrepentimiento y de la humildad, de la adoración y de la obediencia, son pues el rito cuaresmal por excelencia.
Alexandre Schmeman, La Gran Cuaresma, Framonpaz, 1986.

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