sábado, 8 de abril de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito III


El nivel del corazón y de los ojos

La Biblia dice: “Mi palabra está cerca de ti, en tu boca y en tu corazón” (Deut 31,14). Si la palabra de Dios -o de sus representantes- permanece confinada en el oído o en los labios del monje, ella será estéril. Importa que pase el nivel del oído al nivel del corazón. La primera frase del Prólogo de la RB, citando un texto escriturístico (Prov 4,20), pone en evidencia la unión entre la escucha y el corazón: “Escucha, hijo mío, los preceptos del maestro e inclina el oído de tu corazón, acoge con gusto la advertencia de un padre amable”. Es el oído del corazón el que, más allá del oído de la carne, debe estar a la escucha de Dios o del abad.
El corazón es la sede de una vitalidad muy variada en la que la RB está en sintonía con la Biblia. Incluso mejor que en la Biblia, en el sentido que el pensamiento y el vocabulario de la RB, cediendo aquí al gusto romano por la claridad, distingue de hecho, en la región del corazón, por una parte la memoria, el saber y la voluntad -que equivalen a las facultades caras a los filósofos- y por otra parte, las actitudes fundamentales del corazón que son la fe, el respeto, la humildad, y el amor. Facultades y actitudes son sin embargo presentadas por la RB, contrariamente al análisis greco-latino y conforme a la Biblia, como realidades a la vez dinámicas y ligadas a Dios. El corazón es centro de vida en el que los objetos para el monje son centrados en Dios.
La memoria es un lugar importante del corazón en la antropología monástica. No es el recuerdo vulgar de un recuerdo suceso humano pasado, sino la memoria -dilatada de una presencia divina actual y presente- de un texto de la Escritura o de un hecho bíblico. Puesto que lo esencial en la vida, como la del judío y del cristiano, es ponerse resueltamente a la escucha de Dios o de los profetas, o de Cristo o de sus representantes, importa que su palabra entre en el corazón y los “espíritus de los discípulos” para transformarse en “un fermento de justicia divina” (2;5). Este rol fecundo no es posible sino cuando la palabra está grabada en la memoria. Por eso, es que el monje, “huye totalmente al olvido, y guarda siempre en la memoria todo lo que Dios ha mandado,.... el lo resuelve siempre en su espíritu” (7,11).
La memoria es un deber que la RB impone sobre todo al abad. El capítulo 2 se lo repite seis veces, bajo las formas memor o meminere. Debe tener siempre en la memoria el nombre que lleva -que es nombre divino- el cual le recuerda su responsabilidad, “lo que él es” (2,1.30). “Que tenga siempre en la memoria el temible juicio de Dios” (2,6), y, por ejemplo, que tenga en la memoria el peligro que corrió el sacerdote Helí (2,26), o que recuerde que está escrito: Busquen primero el Reino de Dios (2,35). El mayordomo es igualmente invitado a hacer memoria de la Escritura (31,8), así como los artesanos (57,5) y, además, todos los monjes (4,61).
Si bien los textos y los sucesos escriturarios forman, en la RB como en la Biblia, el objeto normal de la memoria y el primer fruto de la escucha, la reflexión y la convicción que ellos suscitan están ubicados en el saber, otro atributo del corazón. El saber del cual el abad y los hermanos deben dar prueba depende, no de un descubrimiento personal, sino de una información proveniente de los Libros santos. En el capítulo 2, el abad es convidado siete vacas a saber, es decir a tener por adquirido (scire, sciat, sciens) o por certeza (agmnoscat pro cetro) que tal declaración de la Escritura no dejará de tener para él su efecto (2, 7.28.30.31.37.38). El hermano es dotado, también, de un saber derivado de la Escritura: “Que sepa que el mal que hace viene de él” (4, 43). Y le importa además “saber cómo una cosa cierta que Dios lo mira en todo lugar” (4,49). El mayordomo (31, 9), los sacerdotes del monasterio (62,3), los hermanos a quienes se encargan órdenes imposibles (68,4), deben igualmente “saber” cómo comportarse según la Escritura y la RB.
Sobre la base de la memoria y del saber, otras actividades se desarrollan en el corazón, donde la parte personal del sujeto aparece marcada. Estas actividades son mencionadas en la RB por los términos: aestimare, intellegere, cogitares, considerare... Son frecuentemente empleados, siempre en una perspectiva moral o espiritual. Que nuestros pensamientos se desarrollan en el corazón, he aquí que está claramente indicado por la frase: “El profeta muestra que Dios está siempre presente en nuestros pensamientos cuando dice: Dios escruta los corazones y los riñones” (7,14). Los monjes de inteligencia simple, ¿no son llamados “duros de corazón” (2,12)?.
Al lado del aspecto intelectual de la vida del corazón, la RB, fiel al ejemplo de la Biblia, le asigna además las actividades voluntarias. Desde el comienzo del Prólogo, y sistemáticamente en el transcurso de los siete primeros capítulos, están puestos en el sitio de renunciar totalmente a su voluntad propia para abrazar la de Dios. “Que nadie en el monasterio siga la voluntad de su propio corazón” (3,8).
La voluntad íntima del cenobita por la cual se aparta de su propio querer y se vuelve hacia Dios (4,60. 46), no se afianza en este camino más que por el recurso a la oración: “Pedimos a Dios en la oración (dominical) que su voluntad se haga en nosotros” (7,20). Por lo demás, la misma voluntad del cenobita no tomó este compromiso más que por la escucha de la Escritura, de la cual una docena de citas apuntalan los exigentes requerimientos de los tres primeros grados de humildad.
Siempre en el dominio del corazón, el deseo y la voluntad de la vida eterna, junto al amor que allí conduce (5,10), motivan la vida monástica. Desde el comienzo, Dios manda por la Escritura: “¿Cuál es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?” (Sal 13,13; Pról 15). Insistiendo sobre la parte de la voluntad, el Prólogo prosigue: “Si tú lo quieres... Si nosotros queremos habitar en su tienda” (Prol 17. 22). Esta voluntad fundamental y constante está precisada al comienzo del capítulo 7: “Si nosotros queremos llegar a la cima de la humildad, y si queremos llegar rápidamente a ascender al cielo” (7,5). Una de las primeras exigencias de este camino es que “nos impidamos hacer nuestra voluntad propia” (7,19.31) según la recomendación de la Escritura: “Sepárate de tus voluntades” (Eclo 18,30).
Estas capacidades del corazón -la memoria, el saber, el querer- se emplean y se expresan en actitudes interiores. Provocado por el llamado divino, la primera actitud del corazón del monje es la fe. Esta fe, según la RB, es la que hace descubrir por todos lados la presencia de Dios (7,14). “Creemos que Dios está presente en todo lugar... sobre todo lo que creemos sin ninguna vacilación cuando asistimos al oficio divino” (19,1-2). Esta es la fe que hace discernir al en el abad al representante de Cristo: “Se cree que ocupa el lugar de Cristo en el monasterio”(2,22). Es “en el progreso de la vida monástica y de la fe” que el monje prosigue su curso (Prol 49).
Este transcurso en espíritu de fe sobre la vía de los mandamientos de Dios, el monje los efectúa: “el corazón dilatado, en una inefable dulzura de amor” (íbid). El amor es otra actitud del corazón del monje: amor a Dios, amor al abad, amor a los hermanos. El primer instrumento de las buenas obras, ¿no proclama: “Amar a Dios de todo corazón” (4,1)? Es por “el amor de Dios” (7,34) y porque no tiene “nada más querido que Cristo” (5,2), que el monje obedece. Es por el amor debe honrar a Dios (72,9) y “en el amor de Cristo” que debe orar por sus enemigos (4,72). El final de su vida, el monje recibirá la recompensa “que Dios tiene preparada para los que lo aman” (4,77).
Si Dios debe ser amado el primero, el abad, que debe “amar a todos sus monjes con igual amor” (2,22) y testimoniarles “el tierno afecto de un padre” (2,24) sin que ninguno “sea amado más que otro” (2,17), es en su torre el objeto de la atracción de sus hermanos que deben manifestarse los unos a los otros de manera desinteresada su amor fraternal (72,8). El celo que deben “desarrollar en un ferviente amor” (72,3), los lleva a obedecer a sus hermanos mayores “con toda claridad” (71,4). Los ancianos sobretodo están invitados a “amar a todos los jóvenes” (4,71; 63,10). El amor ocupa de tal manera el corazón del monje que marca la acogida de los huéspedes, recibidos “con todos los deberes de la caridad” (53.3), y la de los visitantes, a los cuales el portero responde “con fervor de la caridad” (56,4).
Con el amor está junto al el respeto. Esta es otra actitud constante requerida al monje. Respeto debido a Dios (9,7; 14,9; 19,3; 20,1; 36,4), al abad (64,15), a los hermanos (4,70), a los huéspedes (53,2). La actitud respetuosa del corazón es exigida por el primer grado de humildad, reclamando al monje “que tenga siempre delante de los ojos el respeto debido a Dios” (7,10).
La humildad es ella misma desde un principio tarea del corazón. “Señor, mi corazón no es orgulloso”, dice San Benito, retomando las palabras del salmista al comienzo del capítulo 7 (7.3). La escala que propone y describe no se puede trepar más que “por un corazón humillado” (7,8) que se sabe escrutado por Dios (7,14), que está dispuesto a hacer la humilde confesión de lo “pensamientos malos que le vienen al corazón” (7,44), que reconoce su inferioridad “en lo más íntimo de su corazón” (7,51) y se prohíbe contener “en su corazón” su humildad para manifestarla afuera (7,62). Al final de los grados de humildad, el temor cederá el lugar al “amor de Dios” (7,67) y “de Cristo” (7,69).
La fe en Dios, la memoria y el pensamiento impregnados de la Escritura, la voluntad tendida hacia el cielo a en el deseo y amor por el camino del respeto y la humildad, tales son las riquezas del corazón del monje, cenobita o eremita, según la RB. Porque están desprovistos de estas cualidades los sarabaítas, y con ellos los giróvagos, son condenados por San Benito en una fórmula que resume a la inversa estos trazos del corazón: “Guardan su fe en el siglo, son conocidos por mentir a Dios con su tonsura. Por ley, tienen la satisfacción de sus deseos, ya que lo que ellos aprecian y prefieren le dicen santo, y lo que no quiera en, lo estiman prohibido” (1,7-9).
En la vida monástica, el corazón juega un rol capital. ¿Lo tienen así mismo los ojos, que en la antropología bíblica asocia de buen grado al corazón? La RB no les atribuye importancia más que a modo de imagen, en la vida interior: el monje debe tener los “ojos abiertos a la luz divina” (Pról 9) y “cada día la muerte presente ante sus ojos” (4,47). Necesita rechazar al diablo y su tentación “lejos de la mirada de su corazón” (Pról 28). Por el contrario los ojos del rostro, mirando las cosas del mundo, arriesgan a distraer al monje de su atención a Dios. Además debe contentarse de “fijar su mirada sobre el suelo” (7,65) y, si se le encarga realizar una cosa fuera del monasterio, debe a su retorno pedir la oración de sus hermanos para compensar “lo que hubiera visto de malo”, absteniéndose de relatarlo (67,4-5). Debe sobre todo velar en no ver las fallas de sus hermanos: “Tu que ves la paja en el ojo de tu hermano, no has visto la viga que está en el tuyo” (2,15).

El monje fijo en Dios y buscando solo a él, transforma por consiguiente progresivamente su manera de ver bajo la acción divina y, en tanto que se habitúa a la luz celeste, las cosas terrestres, abandonadas a ellas mismas, le revelan sus lagunas y sus peligros. La mirada purificada del monje pasa, como de sí, de una visión natural a una visión sobrenatural. Se trata menos aquí de un ejercicio ascético que de un desarrollo de la fe. El proceso es comparable a la mutación gradual de la humildad en caridad descripta en el capítulo 7 de la RB, es decir en el paso de una etapa donde el hombre está agarrando todavía lo terrestre a una etapa en la que el hombre se aferra sobre todo a la presencia divina. El mundo guardando su valor propio es tomado simbólicamente en Dios por la mirada del corazón.

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