sábado, 3 de febrero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Última parte)



VII. La oración es una lucha



“Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, «la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia» (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón”.



La escena impresiona a causa de los infinitos significados que anidan en un texto tan complejo y estratificado, y de los que como hemos visto se pueden hacer derivar de este episodio sin hacerle violencia. Algunos han pensado por ejemplo explicarlo como el “otro” sueño de Jacob, que sería “la pesadilla de Jacob”, por contraposición a Betel, pero se podría pensar que Penuel está misteriosamente en la base de Betel, como en la iluminación del final. Si bien hay un mito, que incluye un símbolo (ataque nocturno de un Dios y héroes que se apoderan de la fuerza divina), este es asumido y resignificado en la historia de la salvación para revelar el misterio de Dios y a su luz el del hombre.

Strack llama a este episodio “la lucha de oración de Jacob”, “la oración dramatizada”, otros la “entrada dramática en el misterio”. Toda oración es una lucha del hombre con Dios, en la cual el que reza bien vence a Dios. Rezar bien implica ante todo perseverar en la oración sin desalentarse: “Alegraos con la esperanza, sed pacientes en el sufrimiento, persistentes en la oración” (Rm 12, 12; Cf. Lc 11, 5-8, 28, 1-8, Col 4, 2; Ef 6, 18). Si pedimos insistentemente que se cumpla su voluntad, ¿qué puede hacer Dios?, si pedimos su gracia, ¿puede negarse? Podríamos comparar el “Déjame que ya amanece” con “-Veo que este pueblo es un pueblo testarudo. Por eso déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti sacaré un gran pueblo” (Éx 32, 10) y la oración de intercesión de Moisés[1].

(Sobre el tema de las dificultades-molestias, en la oración no podemos dejar de recomendar la lectura atenta de la “Carta XXI a Malcolm” de C. S. Lewis[2].)

Si tenemos en cuanta lo que dice la Carta a los Hebreos: “Durante su vida mortal dirigió peticiones y súplicas, con clamores y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte, y por su cautela fue escuchado” (Hb 5, 7; Cf. Os 12, 5). Podemos poner en paralelo el Getsemaní, huerto de los Olivos (Lc 22, 39-46), con el vado de Yaboq, porque en ambos relatos se produce una pelea, una súplica, insistente, apasionada, doliente. Semejanzas: Es de noche, ambos protagonistas se apartan de los suyos, se quedan solos, se les aparece un ángel, acontece una lucha, una oración, un diálogo, se produce una herida, hay sangre. La diferencia reside en ¿contra quién se pelea? Jesús conoce su nombre y su misión, conoce a su Padre y confía en él, la respuesta viene dada por la indicación: cuando se levanta todavía domina el poder de las tinieblas (v. 53).





VIII. La mejor estrategia es dejarse vencer



“La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable. Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa «Rostro de Dios». Con este nombre reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!”.



El Dios de Penuel es el Dios de Betel, el Dios del Sinaí, el Dios de Jesucristo. El Dios de la lucha es el Dios del sueño, el Dios de la alianza, el Padre. La pelea confirma la promesa de Betel (Cf. Gn 32, 10), como lo dice el Profeta:



“Tú, Israel, siervo mío; Jacob, mi elegido; estirpe de Abrahán mi amigo. Tú, a quien tomé de los confines del orbe, y llamé en sus extremos, a quien dije: «Tú eres mi siervo, te he elegido y no te he rechazado». No temas, que yo estoy contigo; no te angusties, que yo soy tu Dios: te fortalezco y te auxilio y te sostengo con mi diestra victoriosa…Porque yo, el Señor, tu Dios te agarro de la diestra, y te digo: «No temas, yo mismo te auxilio». No temas, gusanito de Jacob, oruga de Israel, yo mismo te auxilio –oráculo del Señor-, tu redentor es el Santo de Israel” (Is 41, 8-10. 13-14).



Penuel, el lugar, está lleno de la presencia (Cf. Ex 33, 18-23 y 34, 6-8; 1 Re 19, 9-15; Dt 34, 10; 5, 24; Jc 6, 22-24; Jb 42, 5), porque Jacob, el hombre, se experimentó en la presencia divina, o mejor, está lleno de la presencia de Dios. El nuevo hombre, Israel, hace nuevo el lugar, Penuel, de ser “lucha”, campo de batalla, pasa a ser “rostro”, espacio de encuentro, porque un “engañador” ha perdido su “máscara” y ha visto “su” rostro. Por eso la batalla se gana dejándose vencer, ambos triunfan y no por empate.

Israel en Penuel es como María Magdalena en el huerto (Cf. Jn 20, 11-18) reconoce a su desconocido Señor cuando pronuncia su nombre, intenta retenerlo, le dicen “suéltame”, porque amanece el nuevo y definitivo día de la Pascua (Cf. Gn 19, 23; Ex 14, 24). También en el corazón y la mente de Jacob amanece cuando el contrincante misterioso ya se ha ido, como en el relato de los discípulos de Emaús (Cf. Lc 24, 13-35). En los tres casos el Señor “desaparece”, Guigo II, el cartujo, dice refiriéndose al ocultamiento de la gracia:



“Pero ya está diciendo el Esposo: déjame, pues llega la aurora; ya has recibido la luz de la gracia y la visita que deseabas. Por tanto, dada la bendición, herida la articulación femoral y cambiado el nombre de Jacob en Israel, el Esposo tan largamente deseado se retira por un poco, alejándose rápidamente. Se sustrae en cuanto a la dulzura de la contemplación; pero permanece, sin embargo, presente, en lo que se refiere a la guía que sigue ejerciendo sobre el alma, a la gracia y a la unión”[3].



(En el libro segundo de sus homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno al comentar el c. 40,4-5, después de hablar del paso-lucha de la vida activa a la contemplativa y viceversa, tomando la alegoría de las dos esposas de Jacob, Lía, que no ve, y Raquel, uniéndola a la imagen de la escala de Jacob, enseña:



“…en la vida contemplativa tiene el alma una grande lucha cuando se eleva a lo celestial, cuando tiende el ánimo a las cosas espirituales, cuando pone su empeño en sobreponerse a todo lo que corporalmente se ve, cuando se angustia por dilatarse. Es verdad que a veces vence las tinieblas de su ceguera y llega a dominar las que se le oponen, y así logra como furtiva y tenuemente algo de la luz infinita; pero, con todo, pronto vuelve a sí misma, llagada; y de aquella luz a la que, alentada, pasó, vuelve gimiendo y llorando a las obscuridades de su ceguera. Lo cual está bien figurado en la historia sagrada que narra la lucha de Jacob con el ángel (Gen 32), pues, cuando volvía a sus padres propios, topó en el camino con el ángel, con el cual libró una gran lucha. Pues bien, el que lucha en una contienda, a veces se halla superior, a veces inferior a aquel con quien lucha. Luego el ángel del Señor y Jacob, que contiende con el ángel, figuran el alma de cada cual de los perfectos, puestos a la contemplación. El alma, cuando pone su empeño en contemplar a Dios, como puesta en una contienda, a veces como que vence, porque se deleita entendiendo y sintiendo algo de la luz infinita; y a veces sucumbe, porque, aún deleitándose, de nuevo desfallece. Y como que es vencido el ángel cuando Dios es aprendido interiormente en el entendimiento”[4].



Juan Casiano en la Colación XII sobre la castidad pone en boca de Abba Queremon:



“Aquel, pues, que haya dejado ya el grado figurado por el místico Jacob, que significa ‘suplantador”, se elevará –libre de las luchas de la continencia, gracias a la destrucción total de los vicios- , al título glorioso de Israel, que significa ‘el que ve a Dios’. Su corazón no se desviará ya más de su dirección fija hacia lo alto”[5].



Y San Bernardo en la Tercera serie de sentencias dice, comentando un pasaje del Magnificat:



“Dios nos apacienta… para que al fin nos convirtamos en Israel, es decir, contemplativos. En la contemplación recibe, pues, a Israel su siervo. Mientras le llama, Jacob suda en trabajos y sirve con fidelidad a otro. Pero cuando regresa a casa de su padre con todo lo que tiene, entonces le ponen ya el nombre de Israel, porque el Señor recibe a Israel su siervo. Acoge al que vuelve de Mesopotamia en Siria, cansado de trabajos y miserias, pero con deseos de contemplar el rostro de su padre. Lo acoge para alimentarlo, formarlo y llevarlo a su presencia. Recibe a Israel su siervo, al humilde, no al soberbio; al lampiño, no al velludo; al pastor, no al cazador. Y ¿por qué lo recibe? Porque se acordó de su misericordia. Esta es la única razón de su acogida…”[6].)



Por la gracia la oscuridad es luz, la noche es día, el miedo es confianza, la cobardía es decisión, la debilidad es fortaleza, la herida es bendición, la máscara es rostro, el engaño es autenticidad, la lucha es oración, el Yaboc es Penuel, Jacob es Israel. ¡Bendito sea el Dios de Jacob ahora y por siempre! Amén.


Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Cf. Benedicto XVI, Catequesis del miércoles 1 de junio de 2011.
[2] Cf. C. S. Lewis, “Carta XXI”, Si Dios no escuchase, Cartas a Malcolm, Rialp, Madrid, 2017, pp. 151-157.
[3] Guigo II, Scala Claustralium IX.
[4] San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel II, 2, 12, Obras de San Gregorio Magno, BAC, Madrid, 1958, pp. 412-413.
[5] Juan Casiano, Colaciones XII, 11, Railp, Madrid, 1962, p. 71.
[6] San Bernardo de Claraval, Tercera serie de sentencias, n° 127, p. 411.

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