lunes, 16 de abril de 2018

La síntesis patrístico-monástica medieval y la Iglesia Occidental hoy (Segunda parte)


La síntesis patrística, amputada en Occidente de su dimensión espiritual, fue reemplazada por una nueva visión del cristianismo, en la que la vida monástica fue marginada a favor de otras formas de vida religiosa hasta una nueva ruptura, descripta por R. Loqueneux en   su obra “Science classique  et thélogie” (Ciencia clásica y teología)[1]. Mientras que hasta “los siglos XVII y XVIII la ciencia clásica fue elaborada” en un marco en el cual “la teología estaba en el corazón del pensamiento de la mayor parte de los sabios”, en el siglo XVIII se produjo una nueva ruptura, que el autor califica asimismo de “divorcio”, con la filosofía de las Luces que culminara en el siglo XIX. Hasta ese momento, en efecto, era imposible “para el historiador de las ciencias, aislar a estas de “la influencia de las teologías naturales y racionales”, “como así también de las relaciones que ellas mantenían con la teología revelada”. Las matemáticas y las leyes de la naturaleza, que hasta entonces se estudiaban con la finalidad de probar la existencia de Dios, lograron su autonomía. En adelante la ciencia conducirá al cientificismo y al materialismo; y la teología se         verá despojada de su condición de ciencia. Al igual que es posible observar las leyes de la naturaleza sin referencia a una revelación, será asimismo posible hacer exégesis o estudiar la literatura cristiana de los primeros siglos sin referencia explícita a la fe. En cuanto a la espiritualidad, ella continuará su  evolución sin relación directa con la teología, con una proliferación de discursos más o menos místicos y la multiplicación de devociones.

Todo el discurso se concentrará en adelante sobre la moral y la importancia de las obras de bien, lo cual provocará la floración de múltiples congregaciones que se definirán esencialmente por sus obras. San Alfonso María de Ligorio, san Vicente de Paúl y todas las congregaciones consagradas a la             educación, a la salud y a las obras de caridad se convertirán en los actores principales del paisaje eclesial. La espiritualidad será confinada a un ámbito íntimo, la teología ya no será reconocida como la reina de las ciencias, y       será en el terreno de las obras y sobre todo del discurso moral que la Iglesia desplegará toda su energía en Occidente. Pero este magisterio moral de la Iglesia conocerá a su vez una contestación radical al final del siglo XIX con los maestros de la duda[2]: Nietzche, Freud y Marx; y luego, a mediados del siglo XX, con el rechazo de Humanae Vitae y la multiplicación de los escándalos, que van a quitar credibilidad esa última parte de la doctrina cristiana.           Mientras que el discurso de la Iglesia se concentraba sobre las cuestiones de moral, ella era cada vez menos escuchada y no sentida como legítima, incluso entre los cristianos. El siglo XX señala con esto la          desaparición            progresiva del último elemento nacido de la síntesis patrística.

Si se considera que la espiritualidad, la aventura interior, significa lo que los antiguos llamaban Theoria, es decir la búsqueda de lo Bello; que la teología concierne a la búsqueda de la Verdad, la ortodoxia; y  que la vida activa y la moral atañen a la búsqueda del Bien, la ortopraxis, asistimos por tanto a una desaparición progresiva de los tres elementos constitutivos de la primera síntesis patrística. Los debates y luchas en este inicio del siglo XXI, que conciernen únicamente y de manera significativa a los problemas morales, son ciertamente indicativos del empobrecimiento de la síntesis patrística, pero sobre todo nos revelan el trabajo que debe emprenderse hoy en la Iglesia de Occidente. Y en esta tarea la vida monástica tiene justamente un lugar singular.

En efecto, desde hace algunos decenios, asistimos en la Iglesia latina, a un florecimiento de fundaciones y comunidades nuevas todas las cuales, más o menos claramente, se consideran dentro de la tradición monástica. De Taizé a Bose, de los hermanos y hermanas de Belén a las fraternidades monásticas de Jerusalén, desde las Comunidades de las Bienaventuranzas a las comunidades diversas y variadas, todas se inspiran y se reclaman más o menos del modelo monástico, agregando también otros elementos y mezclando los diversos estados de vida. Sin hablar de los grupos de hombres    y mujeres laicos que se han constituido en torno a las comunidades monásticas, para inspirarse en la RB, sin por ello hacerse monjes o monjas. De una forma un poco paradojal, mientras que las comunidades monásticas tienen dificultades para reclutar nuevos miembros, nunca han estado tan acompañadas y apreciadas. La síntesis monástica atrae y suscita emulación, hasta las     grandes empresas miran a Benito           y a su Regla como precursores de los principios de la gestión empresarial.       

La vida monástica atrae porque aparece como uno de los últimos ámbitos en donde la alianza de los tres universales[3], lo Bello, lo Verdadero y el Bien parecen haber sobrevivido. Frente a un discurso            muy a menudo únicamente moralizante y activista, el modelo    monástico ofrece una alternativa con su liturgia, su experiencia espiritual, su arte de vivir y su implicación en las realidades no solo intelectuales sino también muy concretas de este mundo. Sin duda, es la misma razón la que empuja a tantos de nuestros contemporáneos a interesarse por las Iglesias       de Oriente, que han salvaguardado mucho mejor que la Iglesia latina esa síntesis de la edad de oro de los Padres. Pero la verdadera cuestión que se nos    plantea hoy en día es comprender si basta con volver a la síntesis del siglo IV,         o si hay que suscitar, con nuevos esfuerzos, una renovada expresión espiritual, teológica y ascética. En la perspectiva de “la hermenéutica de la continuidad” presentada por Benedicto XVI en su discurso a la curia romana del 22 de diciembre de 2005, no es posible vislumbrar una nueva síntesis que no se enraíce en aquella de los primeros siglos. Pero no se trata de contentarse con hacer arqueología. El verdadero problema es volver a encontrar esa unidad profunda que permitió a la Iglesia proponer la fe          a las diversas culturas que fue encontrando.

En ese sentido, la época que atravesamos es muy apasionante. La presencia simultánea del Papa Francisco y del Papa emérito Benedicto es a este respecto muy instructiva. Porque mientras el Papa Francisco ubica su discurso resueltamente en la esfera moral, pero al modificar los parámetros parece querer dar vuelta la página del moralismo de los siglos XIX y XX; el Papa emérito Benedicto, que ha constituido en la continuidad de las catequesis  del miércoles una verdadera síntesis de la tradición de la Iglesia, ha entregado a los cristianos todos los elementos necesarios para redescubrir esa extraordinaria síntesis del cristianismo de la que tanta necesidad tiene nuestra época. Paradojalmente, al contrario de la imagen que presentan los medios de todas partes, mientras que Francisco aparece como el Papa que da vuelta la página de un pasado terminado, revolucionando los parámetros del discurso moral, Benedicto aparece como el Papa que prepara el futuro, esa nueva síntesis que aún subsiste en la Regla que también lleva su nombre.



[1] Science classique et Théologie, Vuibert Adapt-Snes, Paris 2010.
[2] Sospecha.
[3] Trascendentales.

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